Claro como el agua: la importancia de la ortografía y la redacción

                            Darío Escalante /  Trabajadores de la Edición

Todos buscamos claridad en nuestros textos al momento de escribir. La claridad facilita la comunicación, que es, a fin de cuentas, nuestro principal objetivo: transmitir nuestras ideas con la transparencia, la fuerza y la agilidad de un río que corre y se desliza sin mayores tropiezos. La redacción, entonces, deberá ser precisa; la ortografía, impecable.

Desde luego, los manuales, las gramáticas y los diccionarios serán herramientas útiles para disipar las dudas y los problemas a los que nos podamos enfrentar mientras escribimos: si es correcto el uso de mayúscula, si se acentúa tal palabra, si es mejor usar un punto y coma que una simple coma para puntuar un periodo. Y no faltará quien nos aconseje, para comunicar con eficacia nuestras ideas, apegarnos a las normas establecidas por la Real Academia Española (rae) o la Asociación de Academias de la Lengua Española (asale), puesto que, sin duda, darían a nuestros textos limpieza, fijeza y esplendor.

Es verdad que todo texto debería aspirar a ser claro como el agua; tanto, que permita dilucidar a primera vista su contenido y su profundidad, pero, ¿son todos los cuerpos de agua así de claros y transparentes? La realidad es que no, y la ortografía y la redacción importan menos que el contexto y el público al que estén dirigidos.

Hay en el mundo tantos cuerpos de agua como formas del discurso, y la biodiversidad de sus ecosistemas, así como sus características y necesidades, dependerá de las circunstancias en las que se encuentren.

Los océanos, esas moles inmensas de agua que constituyen lo que de manera genérica conocemos como el mar, son al discurso lo que las grandes obras de la literatura universal. Poseedoras de una profundidad inimaginable, estas obras conservan aún en su interior misterios a los que el hombre no ha podido echar mano. Los mares son discursos embravecidos que intimidan por su vastedad y que podrían tomar por sorpresa al confiado lector o al poco experimentado, dejándolo a la deriva en ese mar de palabras para su naufragio. Son libros antiguos, clásicos, poemas épicos de largo aliento en los que habría que sumergirse con pericia más de una vez para disfrutar sus aguas. Muchos filólogos se han hecho a la mar de las letras sólo para transcribir, editar, estudiar, traducir y anotar sus contenidos.

¿Quién alzaría la mano contra Cicerón para denunciar que su estilo es oscuro y complicado porque abandona su verbo principal al final de un entramado complejo de proposiciones subordinadas? O ¿qué ingenio se atrevería a señalar la incorrección ortográfica en la obra de Cervantes por insistir una y otra vez en los mesmos vulgarismos?

Cuando se lee, estudia, edita, comenta o traduce una obra de estas características, importa más el bagaje cultural y la experiencia como lector que las normas más vigentes de la ortografía española y las buenas prácticas del bien escribir.

Nadie es nada contra el mar y sus monstruosos mamotretos. Y quien lo dude que vuelva sobre sus pasos, como Ulises, y se sumerja veinte mil leguas de viaje submarino en busca del cachalote blanco de Ahab.

Así pues, más valdrá acostumbrarnos por igual a cultismos, neologismos y vulgarismos de todo registro del español para izar nuestras velas sin miedo al mar de la literatura de todos los tiempos; no le aunque que Moreno de Alba y los señores de la lengua insistan en que por respeto a la sociedad se utilicen las formas ejemplares del español que han establecido los hablantes educados, que saben leer y escribir y, además, que suelen leer y escribir…, porque Dios los libre de los bárbaros y los bereberes.

Pero aquel dios que los protege y libra de Titivillus y la fe de las ratas no es el dios marino al que Antonio Machado quiso cantar y cantó en su saeta, ni es el dios de las palabras a quien Gabriel García Márquez encomendó el sino de la lengua y la literatura en su botella al mar. Si es verdad que en la diversidad hay riqueza, también es cierto que no todos lo han entendido de esta manera.

García Márquez, por su parte, entendió el cambio y fue consciente de la velocidad a la que se movían las palabras en los medios de comunicación masiva y entretenimiento, como las revistas, los periódicos, los noticieros, los semanarios, los cómics y un sinfín de formas del discurso que corren con la fuerza y la agilidad de un río. Baste mencionar, por ejemplo, el covicho, que ha estado en boca de todos, sanos y enfermos, en los últimos dos años, y que la corrección ortográfica no pudo resolver a tiempo por encima de la necesidad de comunicar el peligro que representaba el virus.

Así, los ríos, como cuerpos de agua, se asemejan mucho a los artículos periodísticos breves y rápidos que arrastran la basura que cae en sus aguas y que forma parte de su naturaleza: se publican, se leen, se desechan. Son veloces y llevan en su interior la información más fresca y más reciente. Es necesario emplear las fórmulas necesarias que puedan dar con la descripción y el análisis más cercano a nuestra realidad, y pierde relevancia la discusión sobre si publicar el covid o la covid, mientras haya constancia y ritmo en su cauce. Y así será para los ríos hasta que los neologismos y la fraseología propia de sus aguas desemboquen en los lagos de la literatura científica o especializada… y el consenso logre asentar su forma “definitiva”.

Los lagos, esos cuerpos de agua calmos y tranquilos que se nutren principalmente de los ríos, representarían el discurso ejemplar y la norma estándar de la lengua, donde cualquiera podría ver reflejado su pensamiento en palabras con un buen dominio de la norma. Estas formas del discurso, sereno, calmo y plácido, son propias de la academia y de los académicos. Son trabajos formales, estrictos y puntuales. No son arriesgados porque su finalidad y su alcance son breves. Aquí, a este cuerpo de agua, vienen a parar los discursos que bajan furiosos y con fuerza de la montaña, arrastrados por el río, hasta la estabilidad de sus formas. Son los discursos sobre los cuales todo hispanohablante, incluso no nativos o estudiantes del español, podría nadar sin riesgo alguno. Los manuales, los diccionarios, las gramáticas y las sintaxis se escriben y configuran a partir de estas formas del discurso, tanto por el carácter general de sus formas como por su neutralidad; y aun cuando en un inicio los textos puedan mostrar algunas diferencias sustanciales, las obras son neutralizadas para venir a formar parte de esta gran laguna literaria, también llamada canon.

Si son estos cuerpos de agua donde se halla la literatura contemporánea más significativa para el español actual, ¿son estas obras lacustres la expresión última de nuestra lengua y la más elevada de nuestro discurso? La respuesta es no. El ciclo del agua y de la literatura no termina cuando ésta desemboca en los lagos o en los mares, sino que se evapora al calor del sol y se sublima hacia el mundo de las ideas, donde se condensa en pequeñas palabras primero y termina por precipitarse torrencialmente en una lluvia de locuciones frescas, formas y discursos por completo nuevos que habrán de correr por los ríos de la lengua y nutrir una vez más los lagos de agua dulce de la literatura. Y así, sucesivamente, sin principio ni fin.

Escribir es un ejercicio y como todo deporte de alto rendimiento requiere práctica y paciencia. Es importante conocer las normas vigentes de la ortografía y la estructura gramatical básica del español para construir un discurso puntual y consistente. Pero es importante también entender que tomar una actitud frente a la lengua no es sólo un capricho, sino una manifestación de independencia, autonomía, reconocimiento e identidad para todes, y que la lengua se ejerce también como un recurso político.

No hay duda de que lo principal es la claridad, pero así como el agua se adapta a cualquier cuerpo que la contenga, así el discurso, para llegar a su auditorio, deberá adaptarse al contexto y público al que se dirija.